
Desde 1981, cuando el Ecuador promulgó su primera Ley de Áreas Protegidas, han pasado 43 inviernos llenos de promesas rotas, selvas arrasadas y silencios cómplices. En el papel se crearon paraísos intocables. En la realidad: territorios huérfanos, devorados por la tala, la caza furtiva, la minería ilegal y una burocracia que envejeció sin jamás caminar por un bosque.
El Parque Nacional Sangay, ese gigante de fuego, agua y niebla, ha sido ocupado por invasores como quien reparte pastel barato. En el Yasuní, cada árbol susurra el nombre de una especie perdida. Y en las comunidades que bordean estos santuarios naturales, los turistas no son bienvenidos, son forasteros que interrumpen la rutina del olvido.
Durante décadas, el Estado ecuatoriano ha intentado cuidar nuestros tesoros naturales con las manos vacías, con presupuestos raquíticos y funcionarios más cercanos al escritorio que al jaguar. Cada día se escapan millones en madera ilegal, en oro escondido, bajo ríos envenenados, en fauna empacada hacia el Asia. Y los guardianes naturales, los pueblos originarios, han sido condenados a talar lo que un día protegieron, porque de algo hay que vivir, aunque sea de la destrucción.
Los senderos se han vuelto trampas, las carreteras son fantasmas y los hoteles, una idea que nunca cuajó. La inseguridad espanta a los turistas como si fueran aves migratorias. Los antiguos Guías Naturalistas, que antaño oficiaban de Guardaparques con alma y sin sueldo, han desaparecido. Nadie detiene al cazador, nadie impide la pesca ilegal. La selva está condenada a no tener quien la defienda, solo a quienes hablan y viajan en su nombre.
En Costa Rica, el 26% del territorio está en manos de fundaciones que no solo protegen, sino que generan 1 700 millones de dólares al año con un ecoturismo vibrante, ético y moderno. Empleo digno, ecohoteles, Guías profesionales, comunidades orgullosas. Y bosques agradecidos.
¿Y Ecuador? Aquí no se permite que un extranjero pague por cazar legalmente a un macho viejo que ya no fecunda. No se explora la pesca deportiva como fuente de riqueza sostenible. No hay lodges de lujo ni safaris fotográficos entre las bromelias. No hay canopy sobre Ozogoche, ni carreteras vigiladas al estilo Yosemite Park. Aquí los únicos que entran sin miedo son los narcos, mineros, taladores y cazadores ilegales, que no pagan nada y se llevan todo.
No podemos seguir aplaudiendo parques de plástico en Miami, donde pagamos 200 dólares por ver ardillas, mientras exigimos entrada gratuita a santuarios donde aún habita el espíritu del ocelote. Sangay, Podocarpus, Chimborazo, Machalilla, Yasuní … No merecen morir de abandono. Merecen ser amados, gestionados y visitados con respeto y recursos.
No necesitamos una reforma, sino una Revolución biológica, forestal, ética y legal. Concesiones privadas en zonas donde aún se canta al amanecer. Autoridad legal para que los nuevos guardianes puedan patrullar, detener y proteger. Que los Parques Nacionales tengan voz, colmillos y presupuesto. 43 años de fracasos en las áreas protegidas deben bastar.