El miedo disuasivo: Fito vs el Estado

¿Puede el miedo ser una herramienta legítima del Estado para combatir la criminalidad? Pregunta incómoda pero inevitable en estos momentos. Recuerdo las lúcidas clases de derecho penal del Dr. Ernesto Albán Gómez (+), cuando nos advertía que el endurecimiento de las penas, por sí solo, no disminuye necesariamente la comisión de delitos.

En realidad, las sociedades no se vuelven más justas con castigos más severos, sino con instituciones sólidas y responsables. Sin embargo, el miedo, cuando se asocia a la certeza de la sanción, puede operar como disuasivo eficaz, sin que esto signifique dar pie a un punitivismo autoritario

Si observamos el caso de José Adolfo Macías Villamar, alias Fito, lo confirmaría. Lo que le habría motivado a negociar su entrega, no fue su arrepentimiento ni el despertar moral. Fue, más allá del posible sentimiento de culpa por exponer a su familia y allegados, precisamente el miedo que lo acorraló. El miedo a que sus cercanos sean involucrados. Miedo a perder una parte de su patrimonio. Pero sobre todo, el insoportable miedo a ser extraditado. Sabía bien que tras los cargos levantados por EE. UU. en abril de este año, el triunfo de Daniel Noboa el 13 del mismo mes, sumado a la previa aprobación en consulta de la extradición, su futuro podía quedar sellado en una celda extranjera, aislado e incomunicado, sin influencias, privilegios  ni posibilidades de escape.

Todo lo cual, ya que, en el hemisferio judicial del norte, no hay jueces permeables ni códigos vulnerables. En la justicia norteamericana, los acusados de narcos no pueden negociar, y los jueces no ceden ni a la presión política ni al espectáculo mediático. Lo sabe bien, Carlos Pólit (sentenciado por lavar dinero), ex contralor prófugo; y probablemente – de darse la extradición – lo comenzarán a intuir las mafias que empezarán a sentir que el Ecuador ya no es un refugio operativo seguro para estas.

En ese contexto, el fracaso de Fito en su intento de entrega negociada, que era en el fondo una manipulación al poder del Estado, una suerte de chantaje, y su posterior y exitosa captura – rodeadas de versiones y especulaciones – representan un importante quiebre simbólico en la relación de poder entre Estado y el crimen.  Coincide con la sentencia de 13 años contra Jorge Glas por el caso de reconstrucción de Manabí, lo cual es una prueba del combate a la corrupción en contra de quien en algún momento formó parte de las élites políticas del pasado. Un doble golpe, que aunque no garantice justicia plena, proyecta un contundente mensaje: El Estado está decidido a recuperar la soberanía moral.

Giro no fortuito, que responde a una lógica Estatal que al verse contra la pared por las redes criminales, decide endurecer su rostro a través, por ejemplo, de las Leyes de Solidaridad y de Integridad. Cuestionadas normas, pero quizás necesarias en estas extremas circunstancias, habida cuenta de que lo anterior no ha sido suficiente ni ha funcionado. Pero, sobre todo, mediante claras señales políticas, y extraditar a Fito sería una de ellas. Porque  más allá de los discursos y ofrecimientos, hay que consolidar precedentes.  Un Estado que no genera precedentes contundentes, se convierte en precedente de su propia debilidad y vulnerabilidad. Uno de los más potentes se da cuando el crimen transnacional puede ser castigado en el exterior; teniendo presente que la delgada línea entre la firmeza legítima  y la represión ilegítima no puede ser ignorada.

En ese orden de ideas, el determinado ministro del interior, John Reimberg, hizo bien en rechazar la  negociación  de entrega voluntaria planteada por Fito, en la conversación por videollamada  que se habría dado a inicios de mayo de este año, según palabras del propio funcionario.

Algunos países han demostrado que el miedo a la sanción es eficiente cuando se articula con instituciones sólidas. Así tenemos a Singapur con justicia rápida, penas severas y cero tolerancia a la corrupción. El Salvador con su polémico sistema ha logrado desarticular con éxito las redes criminales que durante años gobernaron su territorio, pasando según datos oficiales de más de 100 homicidios por 100 000 hab en 2015 a menos de 3 homicidios por 100 000 hab en 2023. En Colombia, con Álvaro Uribe (2002 – 2010)  se logró un notable descenso de secuestros y homicidios. Estados Unidos en Nueva York en la década de los 90s  con la política cero tolerancia. Países en los que el miedo operó acompañado por la firmeza Estatal, instituciones confiables y real decisión política. “El miedo al castigo, es la base del contrato social.”  Hobbes.

En conclusión, esta lucha no solo se da en el campo de la fuerza física y de la firmeza legal y Estatal, sino también en el mental y de manera particular en el psicológico. Ya que al final del día, los criminales razonan y calculan riesgos y posibilidades, evaluando consecuencias y opciones. Y, cuando se sienten acorralados, cuando la muerte ronda sus puertas, cuando las cárceles ya no son seguras ni aliadas y cuando el Estado deja de ser facilitador o cómplice (por ejemplo el sonado caso del secuestro y posterior asesinato de una comerciante asiática, donde pese a la confesión del secuestrador, este fue liberado inmediatamente en base en una discutible interpretación legal que ha sido ampliamente cuestionada por la opinión pública), empiezan a huir o a rendirse (entregarse). Y, en ese juego mental, el miedo disuasivo (que no puede ni debe comprometer los derechos y libertades)  se convierte en un arma legítima del Estado, no para sembrar terror, sino para restablecer la noción básica del orden, del respeto a la ley y recuperar la seguridad de la ciudadanía.

¿Acaso no será momento que el miedo enraizado en el ciudadano normal,  sea transferido al criminal profesional, de tal suerte que el miedo deje de ser instrumento de dominación para convertirse en principio de justicia?

Un buen ejemplo se da cuando, incluso uno de los más temidos delincuentes del Ecuador, entiende que ya no puede negociar…