La muerte institucionalizada

La muerte es una realidad como la vida. Todas las culturas han creado símbolos, tumbas, tolas, pirámides, monumentos y entierros para solemnizar y perennizar el paso a lo desconocido, y vínculos reales o imaginarios con el inframundo.

La literatura está llena de historias sobre la muerte y sus matices, en las que se retratan las dimensiones humanas de la decrepitud, la enfermedad, el dolor, la soledad y el arcano.

La ciencia ha intentado explicar este fenómeno al proponer la “eterna juventud”, la cura de las enfermedades catastróficas y opciones para sobrevivir después del ocaso. ¡Todos sus esfuerzos han sido vanos! Ricos y pobres, letrados e iletrados, hombres, mujeres, niños, jóvenes y personas de la tercera edad seguimos el mismo destino.

Las religiones interpretan, a su modo, la realidad de la muerte, para hacer apacible la existencia terrenal, y optar por la trascendencia. “Eres polvo y en polvo te convertirás”, dice la cita bíblica. Y en ese tráfago, la muerte es el signo más democrático porque iguala a todos: creyentes, no creyentes, ateos o agnósticos, morimos y regresamos a la tierra que nos dio cobijo. ¡La muerte no perdona!

En la modernidad la muerte se ha institucionalizado. Los servicios funerarios -oro, plata o bronce- forman parte del mercado, que han convertido al finado y sus deudos en clientes. Los seguros sociales y empresariales ofrecen descansos eternos, en sitios confortables y ecológicos, con misas cantadas, de cuerpo presente, en nichos, crematorios, bajo un árbol florido, videos, y transmisión en tiempo real por Facebook live. ¡La muerte es ahora virtual!

El mundo de la muerte está normalizado por las asistencias exequiales, que garantizan todo, salvo un pequeño detalle: ¡no hay garantía para ir al cielo! ¡Sálvese quien pueda es la consigna no escrita!

Europa, en cambio, ha dado pasos más sensatos: cuando alguien se siente cerca del olvido -enfermo, pero en sus cabales-, decide despedirse de sus familiares y amigos, con un encuentro sereno y gratificante, sin lloros ni lamentos. Y así, la despedida se torna agradable, edificante y austera; las discusiones sobre las herencias quedan congeladas. ¡Se ha cumplido así el derecho a morir en paz, y el deber de cumplirlo con resignación!