¿Qué hay en nuestras manos a más de ser instrumento para asir lo que deseamos, trepidar y azorarse cuando ese deseo no alcanzan? Heidegger las fundió con el pensar. Las manos no solo cautivan y retienen, sino que meditan, vuelan, sueñan. Ayudan a comprender la esencia de la materia. Sirven para imaginar y crear las formas de las artes: “herramientas del alma, su mensaje,/ y el cuerpo tiene en ellas sus ramas combatientes”, nos dice Miguel Hernández, y Marta Gómez, con su voz doliente y jubilosa: “Mano fuerte va barriendo,/ pone leña en el fogón,/ Mano firme cuando escribe una carta de amor”.
La Mano en tensión resuelta en yeso por Rodin concentra el estertor humano bajo la desgarrada abrasión despiadada del tiempo, ¿o es su mano agrietándose de angustia por no alcanzar lo que siempre buscó: la perfección? Manos que oran de Alberto Durero: ¿las de un apóstol o las de su hermano que decidió quedarse en las minas de carbón, astillando sus manos, para que él viaje a la ciudad?
Las manos de una criatura se cierran y abren, retozan y ríen; el anciano, en su lecho de muerte, aletea sus manos rugosas y laceradas en sus postreros momentos.
Lo más difícil de pintar, se dice, son las manos. En nuestro realismo social el maestro de las manos es Eduardo Kingman. Miren de cerca cualquiera de sus manos y sentirán su áspera y tierna opresión.
Desde una esquina de la repisa de miniaturas, con sus ojos de vidrio, me mira la Medusa de Gonzalo Meneses. La cabellera es un puñado de carcomidas teclas de alguna antigua máquina de escribir. Una plancha oxidada recogida de la calle simula el rostro. Diosa o hechicera, la Medusa de Meneses luce rodelas enmohecidas como colgantes. Me detengo en su boca. Es una mueca de burla. ¿Burla del tiempo de vivir, amar, esperar y morir?
“Mira tu mano, que despacio se mueve,/ transparente, tangible, atravesada por la luz,/ hermosa, viva, casi humana en la noche. / Humana cuando no te niegas a juntarla con la mía y espantar a la muerte”.