El último tercio del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX estuvieron marcadas por los cambios que traía la modernidad y la resistencia que provocaban en amplios sectores sociales, sobre todo católicos. Una ‘guerra cultural’ marcada por la secularización del Estado.
Esa extensa lucha ideológica tuvo como uno de sus objetos de lucha al movimiento modernista y sus cultores, quizás los más recordados y amados en la cultura nacional -dado que gran parte de su poesía es la que se canta en los pasillos apreciados como la expresión del alma ecuatoriana- pero que en su momento fueron considerados “unos enfermos a los que las drogas habían carcomido el cerebro”, como señala el historiador Fernando Hidalgo.
Y si estos criterios se vertían sobre Ernesto Noboa Caamaño, Arturo Borja y los demás adeptos al movimiento modernista, peores eran los adjetivos para las mujeres que los acompañaban, como las hermanas Matilde y Carmen Rosa Sánchez Destruge y su prima Rosa Blanca Destruge, opuestas al modelo de mujer doméstica que se buscaba impulsar.
Pero a pesar de la resistencia que generaban, fueron los modernistas los que en el Ecuador y en toda Latinoamérica asumieron el trabajo de expresar su opinión en los periódicos, más por necesidad que por vocación, como lo dijera en su momento Ángel Rama, pues el periodismo les brindó un espacio autónomo del Estado para desarrollar su actividad intelectual, conocer el mercado cultural y llegar a un público más amplio que el consumidor de sus libros.
Rubén Darío, poeta símbolo del modernismo, asumió el oficio “a la manera de un escritor ecuatoriano, famoso, violento, castizo e ilustre, llamado Juan Montalvo”, segúnsus memorias; y se convirtió en un agudo crítico del periodismo cuando la información gráfica le ganó espacio a la palabra y la noticia se lo quitó a la opinión. Esa misma rebeldía y sinceridad modernista, que va en contra de lo establecido, se requiere para evaluar el oficio al día de hoy.