Sus calles soñolientas y perezosas lucen excitadas. Casinos, teatros, cines, restaurantes… alborotan el ambiente y la diversión se ofrece –abierta y voluptuosa– a la gente que mira y es mirada. El escenario es propicio para el cotilleo que vuela de boca en boca. Por sus calles –corredores del alma y de los oscuros recorridos de la memoria– pasean extraños viajeros, “yanquis barbilampiños o húngaros de rostros geométricos” son quienes más convocan la atención, atestigua una de las revistas de la época. Así aparece Quito por 1920.
Los paseantes ostentan trajes de última moda, pero es el sonido de las sedas al andar de las mujeres las que suscitan santiguadas. Ciudad vestida de sayal franciscano y campanarios, pugna por estar a la altura de las nombradas cosmopolitas. Bares y cafés en terrazas o patios se saturan de gente en la hora del té, mientras las orquestas estrenan la rumba y el tango. El tango perturba por sus movimientos envolventes y rijosos. Esnobismo y diletantismo son escarapelas prendidas en jóvenes y viejos.
Las nuevas radios causaron conmoción y anunciaron la muerte de la serenata “y la agonía del piano”. Quito era un abanico de afectaciones, las familias adineradas rivalizaban con sus carros deslumbrantes. Unas exhibiendo el milord inglés solemne, otras el Ford intrépido. Esplendor de lo cursi, fracaso de la elegancia.
Mientras bailaban “viejos banqueros, dandis de monóculos y muchachas aromadas”, se leudaba el Modernismo con los “poetas decapitados”, que eligieron“la neurosis al imbecilismo”. “Amo todo lo extraño, amo todo lo exótico: tan solo calmar pueden mis nervios de neurótico la ampolla de morfina y el frasco de cloral”.
Un siglo ha pasado furtivo, sigiloso, como todo lo que quita y nunca da. Quito dejó de ser la casa grande. Ahora es una metaciudad en cuyas calles y avenidas hierve una tristeza bronca. Silban el hambre y la violencia, y los niños vuelan –gorriones magullados– pidiendo limosna, transpirando las humanas derrotas.